
E
l estudio amplio y luminoso de érangère Barbaud está situado en una esquina de un edificio, con ventanas que dan al exterior. En cuanto cruzas el umbral, te saludan los colores de la pared, los «robots amables» de cerámica, las esculturas esmaltadas en tonos oscuros y los objetos decorativos no identificados. Aquí, todo es versátil: el verde de la pared se convierte en berenjena, se codea con una alubia pintada de color ladrillo y las piezas aparecen y desaparecen. «Siempre estoy cambiando», dice Bérangère, «siempre tengo ganas de cambiar». Sus piezas son como las de ella. Los robots, «mis simpáticos chicos», como los llama Bérangère, al igual que sus últimos trabajos, están compuestos por varias piezas para los pies, el cuerpo y la cabeza. Las piezas encajan entre sí y son intercambiables. Un proceso creativo similar al de los exquisitos cadáveres surrealistas.
Esta sed de renovación y libertad creativa es el fruto de una trayectoria profesional singular, en la que la pasión por el color, la forma y los materiales se combina con una profunda sensibilidad por el arte. Durante cuatro años, Berangère estudió historia del arte en la Escuela del Louvre. Fue en esta época cuando nació su admiración por las pinturas de Francisco de Zurbarrán. «Me emocionaban los colores de los vestidos de sus figuras femeninas», comenta con un tono apasionado, que ya había desarrollado un marcado gusto por los fondos oscuros y austeros. Antes de dedicarse al barro, Berangère Barbaud asistió a una escuela de diseño publicitario en París, pero el mundo de la publicidad no era para ella. «Solía hacer cortinas y sillones para mis amigos arquitectos, antes de crear una gama de pegatinas para decorar las habitaciones de los niños y diseñar escaparates para boutiques parisinas. Siempre he pintado, siempre me ha gustado dibujar».