
E
n el norte de Menorca, donde los fuertes vientos azotan las rocas oscuras y las olas chocan contra la costa, la bahía de Fornells ofrece refugio, un oasis de calma que casi se parece a un lago. Enclavados al final de una ensenada protectora, los campos de sal de Concepción se mezclan a la perfección con este paisaje salvaje y virgen. Cincuenta y cuatro cuencas rodeadas de paredes de barro y arcilla contienen agua que adquiere tonos de púrpura, rosa, rojo y naranja. Estos rectángulos coloridos contrastan con el azul del Mediterráneo, el verde de los olivares y la brillante sal blanca. Para completar el panorama, solo faltan los flamencos, quince de los cuales viven cerca, sin mencionar la miríada de aves migratorias a las que les gusta anidar en estas áreas donde el agua se filtra en las marismas y lagunas. «Las cuencas tienen un aire contemporáneo», comenta Rémi Best, quien, junto con su esposa Verena, se hizo cargo de las salinas en 2020. Dos años de trabajo se llevaron a cabo respetando el medio ambiente y las tradiciones constructivas locales: todo se construyó con piedra y arcilla, no se utilizó ni un gramo de hormigón o cemento en los 4.000 km de paredes bajas o en el embarcadero, que se reconstruyó tal como estaba en los días en que los barcos atracaban para cargar sal y transportarla a Ciutadella o Mahón.
Las primeras salinas de Menorca aparecieron en el siglo XVIII. Hasta entonces, los menorquines gozaban del privilegio de poder recoger de forma gratuita los depósitos de sal formados por la evaporación del agua de mar de las grietas de las rocas. En 1713, España firmó el Tratado de Utrecht y Menorca quedó bajo dominio británico. Inglaterra, que quería convertir la isla en un punto estratégico para controlar el Mediterráneo y desarrollar el comercio, alentó la creación de salinas. Había seis salinas en Menorca, cuatro en el norte y dos en el sur, pero no tuvieron el mismo éxito. La arcilla del norte mantuvo la temperatura del agua, mientras que en el sur, donde el suelo es calizo, el agua se enfrió rápidamente. Tras la Segunda Guerra Mundial, la sal industrializada inundó la isla y el último salar, La Concepción, cerró sus puertas en 1984. El trabajo tedioso, mal pagado y agotador de un salinero, llevado a cabo bajo el incesante calor del sol, no inspiró a muchos a dedicarse a este oficio.














